Revista Salud y Bienestar Colectivo
Mayo-Agosto 2020. Vol 4, Nº 2 ISSN 0719-8736
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COVID-19, muy probablemente se convierta en una vivencia y no en una experiencia. Por
ello la movilidad cotidiana tendría que ser rica en experiencias, para hacer más amenos y
armónicos los trayectos diarios de nuestras vidas.
Hay que tener en cuenta que el carácter de la movilidad cotidiana “es
profundamente geográfico, pues no se trata solo de desplazamientos sobre el territorio sino
que la organización y distribución de las actividades en el espacio son el motor que genera
los movimientos habituales”
(8, p. 196)
. Y los movimientos habituales construyen lugares que
se vuelven espacios de la experiencia. Pues siguiendo a Yi-Fu Tuan
(9)
, el lugar organiza un
mundo de sentido, pero si ese mundo es un proceso en constante cambio no llega a
construir el sentido de lugar en los sujetos. De ahí, que lo que lo dota de ese sentido, es la
repetición de los movimientos espaciales, que unen las imágenes del espacio tiempo en el
lugar. Pero para ello, los trayectos tienen que tener una fuerte carga simbólica dada por el
mundo del sentido.
En la actualidad, con los traslados cada vez más rápidos, no es posible la
introyección para que se generen lugares y el sentido de lugar. Por ello la movilidad urbana
esta fuertemente vincula con la experiencia, pues para John Urry
(10)
, los sistemas que tienen
relación con la movilidad han coevolucionado con esta. Ya sean objetuales, tecnológicos y
culturales. No es solo una evolución tecnológica, sino de las necesidades subjetivas de los
sujetos, como ya vaticinaba hace 100 años Georg Simmel
(11)
en su texto clásico sobre la
vida mental en la metrópolis.
Para Olivier Mongin
(7)
las ciudades contemporáneas al estar inmersas en una nueva
configuración como ciudad red, pierden sus límites por los flujos de información, personas
y mercancias. Es justo esos flujos de personas, donde se presenta la movilidad urbana como
un espacio de vivencias y acontecimientos, más no de experiencias, mundos de sentido y
lugares. Pero esto no es nuevo, pues la experiencia urbana ha ido mutando conforme se
resignifican y se generan nuevas narrativas urbanas, a lo largo de la historia, en los
diferentes modelos de ciudades que se han presentado.
Dentro de estos modelos, José Miguel Marinas
(12)
ubica tres tipos: ciudad linaje,
ciudad trabajo, ciudad consumo. Donde está última es la que nos interesa, pues en ella se
consagra el instante, generando una nueva temporalidad fragmentada. Así como un espacio
policéntrico, en el cual “si no hay un centro único, se puede decir que ya no habitamos en
ninguna parte, ni dentro ni afuera”
(12, p. 23)
. Esto es de suma importancia en lo relacionado
con la experiencia en esté espacio de flujos, pues genera nuevas formas de vida vinculadas
al tipo de ciudad y su experiencia cotidiana. Así como los nuevos hábitos producidos por la
escala y la dinámica urbana del trabajo, donde prevalece la vivencia y el acontecimiento
vinculado a la producción de mercancías. Porque “El espacio se ha convertido así en un
medio para el fin del movimiento puro […] A medida que el espacio se convierte en una
mera función del movimiento, también se hace menos estimulante”
(13, p. 20)
. No es un
espacio para el bienestar colectivo, sino para la producción y consumo. Lo que demerita las
experiencias espaciales por la ciudad y vuelve monótona la movilidad cotidiana. Lo que
genera consecuencias psicosociales en el modo de vida urbano.
Además, existen alteraciones neurológicas asociadas a la vida urbana y el estilo de
crianza en las ciudades. Pues en un estudio sobre el estrés neurosocial, se encontró que el
vivir en la ciudad se asocia con el aumento de la actividad de la amígdala. Mientras que el
tipo de crianza urbana afecta la corteza perigenual. Región importante para regular las
actividades de la amígdala. Afectando negativamente a los niveles de estrés en respuesta
adaptativa a los sistemas biológicos humanos
(14)
. Eso a nivel fisiológico, pero esta